viernes, 17 de junio de 2011

Patricio Valdés Marín
pvaldesmarin@hotmail.com

La guerra es un enfrentamiento armado organizado entre dos o más grupos humanos para dirimir un conflicto socio-político o una disputa económica o territorial. La guerra es destrucción y muerte; y la guerra total es horror, destrucción y muerte a escala total. Los soldados podrán tener un porte muy marcial e intentarán marchar todos hacia la gloria, pero lo que por sobre todo queda después de una guerra es sólo odios y rencores, dolor y sufrimiento, ruinas y tumbas, lisiados y locos, viudas y huérfanos, pues ni si quiera la memoria queda para recordarlos.

Las distintas naciones no son necesariamente antagónicas. No obstante son muy recelosas entre sí, considerándose mutuamente como potenciales amenazas. La causa de esta conflictiva relación debe buscarse en el hecho de que las relaciones internacionales están mediatizadas por Estados que no tienen la misma racionalidad que los seres humanos, quienes, individualmente, no sólo no son naturalmente agresivos, sino que buscan relacionarse y compartir. El problema proviene del hecho que los individuos, al identificarse con una nación particular, se distinguen de los individuos identificados con otras naciones, y los consideran sus rivales.

En esta atmósfera, cualquier conflicto internacional puede derivar en una guerra por la causa más nimia. Aunque necesariamente no exista antagonismo, no es infrecuente que la rivalidad supere la capacidad de entendimiento y cese el interés por arreglar las diferencias pacíficamente, dando lugar a un enfrentamiento bélico. Las humanas señales de paz y cooperación se diluyen con la distancia. Para comprender una guerra civil, basta con reemplazar la palabra "naciones" por "grupos de poder organizados políticamente" en una situación en la que el Estado se encuentra debilitado y la estructura social en tensión.

El ser humano como causa de la guerra.

Analizando las causas de la guerra, remitámonos en primer lugar a los seres humanos, que son los individuos que componen las naciones. En este sentido la guerra es un fenómeno genético y psicológico netamente humano que opera a escala socio-política. La especie humana es la única especie animal cuyos individuos rompen el equilibrio de conflicto motivacional de comportamiento intra-específico de ataque y retirada, de agresión y miedo, de amenaza y apaciguamiento. No me estoy refiriendo a los hechos de sangre, relativamente escasos, materia de la prensa roja y los juzgados del crimen, en que un ser humano asesina con premeditación y alevosía a su semejante, aunque éste le muestre todas las señales arquetípicas de apaciguamiento. En la intención previa a la acción criminal podemos encontrar desde la codicia y la venganza hasta el gozo irracional y psicopatológico de dominar a través de la matanza. Aunque son pocos los individuos tan inmorales que estén dispuestos a asesinar a un semejante, son escasos los seres humanos moralmente formados que no estarían no sólo dispuestos a defender su vida y la de los suyos matando al agresor si la circunstancia así lo exige, sino sobre todo en matar a un agresor porque su grupo social así se lo pide.

Existen animales sociales que se matan entre sí, como en el caso de las hormigas y las abejas de hormigueros o panales vecinos. Pero estas muertes tienen lugar en batallas entre grupos distintos que disputan alimentos y territorios. En los seres humanos, los motivos para una guerra son similares a los casos expuestos, pero con los ingredientes de la identidad social y las lealtades y fidelidades que antropológicamente se establecen a causa de nuestra herencia cazadora y guerrera.

Estas características operan en diversas escalas: clasificando un grupo rival y antagónico como enemigo; proyectando en el supuesto enemigo las peores intenciones que el temor y el odio producen en uno mismo; cobijándose en la actitud gregaria del propio grupo, erigido en una unidad mayor que el individuo; inventando y produciendo sistemas de guerra (estrategias, armamentos, jerarquías de mando, unidades de combate) con racionalidad propia. Todos estos expedientes sociales y otros más son atractivos envoltorios para imponer a la identidad individual la actitud belicosa de un determinado grupo social.

En una situación de guerra, la agresividad humana, función de capital importancia para la supervivencia, se vuelca desde una actitud normalmente constructiva y defensiva a una eminentemente destructora y ofensiva. No pocas veces las reglas que los antagonistas establecen para guerrear son desatendidas en la necesidad de vencer, o por el odio y el deseo de venganza que la agresión provoca. Entonces la guerra aparece como un medio que emplea los recursos de todo orden y de manera casi ilimitada para obtener una ventaja sobre aquel grupo social que se ha tornado en enemigo.

Lo social como causa de la guerra.

En consecuencia, la explicación de la guerra no la encontraremos en la psicología del ser humano en tanto persona, sino en tanto individuo, como parte de una estructura social. En esta perspectiva, la guerra es una actividad social y cultural que parte de la psicología del individuo humano en tanto parte de un determinado grupo. Mientras todo ser humano persigue sobrevivir y tiene un profundo temor a la muerte, sabe que puede asegurar su supervivencia sólo como miembro de una estructura social, con la cual se identifica. Un grupo distinto se presenta como adversario si amenaza con agredir o agrede de hecho al propio grupo. Los nacionalismos apelan a bienes superiores al individuo como motivos para luchar: la sociedad comunitaria, la conquista del espacio vital, la pureza de la raza, la grandeza de la nación, su legendaria historia. En dichos casos, se pide al individuo que sea capaz de sacrificar no sólo su propio bienestar, sino su propósito fundamental de supervivencia, y asumir un estado lleno de dificultades y riesgos, sufriendo una catarsis psicológica.

Los individuos de un grupo social en estado de guerra necesitan proclamar un líder que encarne la voluntad de lucha para someterse a su autoridad. Sin embargo, por ser la guerra un estado extraordinario y usualmente desconocido, donde las pasiones abundan en detrimento de la razón, dicho personaje puede llegar a ser el más insensato de todos, bastándole con apuntar su dedo índice hacia alguna dirección y señalar con emotivo desgarro un enemigo. En el intento de cohesionar al grupo y hacerlo aparecer como víctima ante los neutrales, los individuos aceptan por completo el discurso ideológico propio y rechazan como erróneo y falso el del contrario. El grado de odio aumenta en forma proporcional al deseo de gloria. En esta situación irracional, es explicable decir que una guerra se sabe cuando comienza, pero no se sabe cuando puede terminar. La mecánica del conflicto obliga a insumir toda la fuerza y la voluntad del grupo en el esfuerzo guerrero si se persigue el triunfo, pero en esta acción los objetivos se opacan y diluyen al resaltarse sólo la destrucción del contrario.

Un aspecto psicológico que se destaca por su antecedente antropológico tribal es que un individuo combate, no por los objetivos políticos o estratégicos que se formulen, sino simplemente por la pertenencia a un pelotón, o a una compañía, del que se siente solidario. Este sentimiento condiciona la estructura guerrera, de la cual los combatientes son sus unidades discretas. Un individuo es un ser naturalmente temeroso que, como parte de un grupo, se torna valeroso. El temor individual se sublima en la agresividad del grupo. La falange griega y la legión romana reflejaron esta cualidad psico-social cuando fueron organizadas como unidades básicas de combate. Un individuo adquiere una identidad cuando entra a formar parte de este pequeño grupo guerrero; su identidad depende de su pertenencia al grupo. Para conservarla, hace lo que el grupo le manda. Su identidad adquiere mayor importancia que su existencia; puede ser mandado a la muerte, y morirá para no perder esta identidad.

A pesar del discurso guerrero motivacional, la realidad es que el combatiente se parece más a un temeroso cordero que es guiado al matadero, que a un agresivo león que impone su voluntad. En la dualidad motivacional agresión-temor prima normalmente el segundo. Vista de esta manera, la guerra no sólo constituye un acto de violencia hacia el enemigo, sino también hacia los propios combatientes, quienes son separados a la fuerza de su familia, su trabajo y su ambiente, y son recluidos en instituciones en extremo autoritarias, obligados a sufrir como algo normal los peores vejámenes y maltratos y a correr riesgos mortales, si acaso no la muerte segura.

Por otra parte, indudablemente, una cantidad de emociones agradables de supervivencia que motiva al hombre a cazar y que genéticamente quedó asentada en nuestra especie tras algunos cientos de miles de años ejerciendo la caza se traslada a gratas emociones de guerra, como la camaradería, el acecho, el sigilo, la obtención del enemigo, la victoria. En este sentido, la guerra y la caza son similares.

La cultura como causa de la guerra.

Un tercer grupo de causas que hacen posible las guerras se refiere a valores culturales. Así, la matanza de sus semejantes, la destrucción de sus bienes, la ocupación de su territorio y el sometimiento de su voluntad tienen un ingrediente cultural. La cultura ha modificado profundamente el comportamiento natural, surgido evolutivamente, que se da en el resto de los animales. Impone valores a tendencias innatas como, por ejemplo, a la huida se le confiere el valor de cobardía; a la agresividad, la de valentía. Por estas valoraciones, el individuo es aceptado o rechazado dentro de su grupo guerrero-social. La muerte en el campo de batalla, aunque tal vez mucho más cruel y horrorosa que en la cama, es glorificada; y un individuo puede ser incluso deshonrado y además ajusticiado por negarse a combatir.

El fenómeno de este tipo de valoraciones es probablemente más intenso en el periodo de la adolescencia y la juventud, cuando la natural sociabilidad individual busca signos, manifestaciones y acciones de identificación social. Además, desde el punto de vista ontogenético, la euforia guerrera, que suele actuar como detonante en un conflicto, parte principalmente de esos estratos poblacionales cuyos individuos aún no saben controlar el naciente impulso hormonal que esa edad trae consigo. Para ser justos, también un conflicto es detonado por el prestigio, el poder y la fama que pueden buscar castas militares, grupos dirigentes o individuos patológicamente ambiciosos y vanidosos.

En definitiva, cualquier cuerpo armado está compuesto por individuos que están genéticamente condicionados por cientos de miles de años de antepasados cuyas existencias transcurrieron en tribus. Estas se caracterizaron por conferir a sus componentes una fuerte identidad propia a través de mitos y ritos y a considerar a las tribus vecinas sus potenciales rivales. En este sentido, los militares modernos son profesionales cuyo exclusivo objetivo es salir victoriosos de una guerra en caso de producirse. Considerando que toda una vida profesional dedicada a la guerra puede transcurrir sin experimentar ni una sola guerra, se puede observar en cualquier cuerpo armado un exagerado y elaborado ritual de arquetipos atávicos de origen tribal que un ciudadano común no logra comprender.

La economía como causa de la guerra.

Además del psicológico y el cultural, un cuarto orden de fenómenos pertenece al económico. Los enfrentamientos bélicos superaron las escaramuzas tribales con las nuevas estructuraciones económicas surgidas a partir de la revolución agrícola y ganadera, hace unos 8.000 años. Los antropólogos no han observado indicios de conflictos en la escala de la guerra en pueblos cazadores-recolectores, cuyos miembros consumían todo lo que diariamente les costaba obtener. Con la agricultura y la ganadería hicieron su aparición el ahorro, la acumulación de capital y la propiedad sobre terrenos y reses. Por una parte, los bienes e inversiones había que necesariamente defenderlos si el nuevo sistema económico y el consecuente grado de civilización debían subsistir; por la otra, los bienes e inversiones del vecino se tornaban más codiciables en la misma medida que incrementaban. La revolución agrícola-ganadera generó además un superávit alimenticio que liberó trabajo para otras funciones sociales, entre éstas la guerrera.

La historia registra que las guerras son más horrorosas, masivas y crueles en la misma proporción que aumenta la riqueza y, por lo tanto, el poder bélico y el potencial beneficio de los grupos rivales. Uno podría suponer que en tanto el capital se libere del control estatal, pudiendo ser invertido en cualquier país, buscando el máximo beneficio, la guerra dejaría de ser un asunto nacional. Sin embargo, lo que se observa es que la confrontación de intereses de los mismos capitalistas es lo que está detrás de muchas guerras contemporáneas y que impulsa a los Estados a dirigir la guerra y a las naciones a combatir. Aunque por otra parte, un Estado contemporáneo que busque la guerra genera instantáneamente incertidumbre y desconfianza a la inversión, a más de incurrir en enormes costos. No obstante, los comerciantes de armamentos descienden como buitres donde se produce algún conflicto. Probablemente, cuando el interés nacional se identifica con el capital nacional, como en el caso de una potencia económica, la posibilidad de guerra es mayor que cuando el capital se hace internacional.

También desde el punto de vista económico, las condiciones geográficas y el desarrollo tecnológico determinan los conflictos armados. La defensa de terrenos cultivables y el deseo de dominar nuevos terrenos cultivables han producido muchas guerras en el pasado. En los últimos doscientos años, el nacionalismo junto con la aparición de gobiernos centralizados en territorios que no estaban claramente delimitados políticamente fue origen de numerosas guerras. En todos los siglos las guerras principales han resultado de la competencia hegemónica de los imperios. Las condiciones limítrofes y de control nacional del capital, que originaron tanta guerra en el pasado reciente, han disminuido, y las actuales guerras se deben más bien a establecer condiciones más favorables para la inversión de capital privado, remozando la nación-Estado y liberándose de grupos internos considerados parasitarios. No se sabe qué causas tendrán las guerras en el futuro.

La política interna como causa de la guerra.

En quinto lugar, la guerra es un fenómeno de política interna. La maquinaria bélica de una nación sirve ocasionalmente para atacar al Estado y apoderarse de éste, destruyendo sus instituciones representativas. No pocas veces las fuerzas armadas de la nación se vuelcan contra ésta, a la que sus miembros habían solemnemente jurado servir hasta rendir incluso su propia vida. Este recurso, denominado golpe de Estado, es empleado por individuos o pequeños grupos ambiciosos e inescrupulosos, según su propio arbitrio y en su propio provecho, pretextando cualquier razón demagógica. A pesar de las excelsas intenciones expresadas para justificar el golpe, en toda la historia de la humanidad ninguno de estos tiranuelos ha llegado a realizar algo bueno para su nación. El marco ideológico para acciones tan contrarias al funcionamiento democrático de la sociedad civil, que se oponen a la confianza depositada y que merecerían las peores sanciones por configurar la más alta traición, lo constituye la absurda creencia de que las fuerzas armadas son las depositarias por excelencia de los valores nacionales, monopolizando los sentimientos de patria, heroísmo y valentía, junto con la fascista idea de que deben tutelar el orden y la paz ciudadana.

En la actualidad, una de las principales dificultades que enfrenta todo Estado republicano es el sometimiento duradero de sus propias fuerzas armadas, más que la defensa territorial. Incluso en el intento de buscar relevancia y poder, las fuerzas armadas inventan potenciales conflictos, tensionando las amistosas relaciones internacionales. Hasta ahora nadie ha diseñado un sistema que garantice que las fuerzas armadas no lleguen a provocar un golpe de Estado. Hasta ahora la única garantía radica en la voluntad democrática de todos los ciudadanos, sin excepción. Afortunadamente pasaron las épocas cuando la cabeza del Estado era autogenerada por la guardia pretoriana o la jefatura del Estado era ocupada por el caudillo de turno. Ello ocurrió en una época cuando la estructura política era hegemónica en una estructura cívica escasamente desarrollada. Sin embargo, aún persisten grupos políticos y económicos que, sintiendo que sus egoístas intereses se encuentran amenazados por el resto de la sociedad, recurren a las fuerzas armadas en busca de apoyo, y éstas a menudo se sienten halagadas y prontas a protegerlos.

La política como causa de la guerra.

En sexto lugar, la guerra es un fenómeno político. La famosa definición de Karl von Clausewitz (1780-1831) de que “la guerra es la prosecución de la política por otros medios” está indicando lo que un grupo social dominante está dispuesto a realizar con tal de mantener e incluso aumentar su hegemonía o, por otro lado, lo que un grupo social sometido está dispuesto a hacer para liberarse. Esta conocida frase refleja, no obstante, un tipo particular de política: aquella que busca agresivamente aprovecharse de su vecino y limitarle sus posibilidades de desarrollo en beneficio propio. Pero cuando la política de Estado busca el bien común de la sociedad civil y la complementación con otras naciones, la guerra aparece como la negación absoluta de la política. De este modo, la guerra es sólo uno de los instrumentos que la política puede utilizar para implementar sus fines y con el cual se debe ser extremadamente cauto por los terribles efectos que ella produce.

Además, esta frecuentemente citada definición de guerra no nos dice qué es la guerra, sino que únicamente la ubica en el ámbito de una política externa expansionista y agresiva. Entonces la guerra proviene fundamentalmente de la necesidad que grupos socio-políticos tienen para estructurar su propia realidad de acuerdo a sus propios intereses particulares y en contra de los intereses del grupo antagónico. Para ello, si la amenaza no es suficiente, se ejerce la fuerza militar. Esta es determinada por la codicia y la relación costo-beneficio y sin ninguna consideración por el bien común, ni menos aún por el del contrario.

La condición previa a una guerra es un profundo desequilibrio estructural en la convivencia de sociedades civiles distintas y la negativa a ceder posiciones para establecer nuevos equilibrios de consenso. El temor, la desconfianza y la codicia a menudo opacan los acuerdos de paz y la buena voluntad. No obstante la guerra parte de Estados en cuya política agresiva la influencia de su aparato militar es gravitante.

El militarismo como causa de la guerra.

En séptimo lugar, la guerra es un fenómeno netamente bélico. Una guerra ocurre porque existen organizaciones y maquinarias militares. La función de una fuerza armada ha sido históricamente el dominio de pueblos y la formación de imperios por parte de grupos de poder. Como contrapartida, también su función ha sido mantener la defensa a la autonomía de pueblos frente a la agresión de otros. Desde la Revolución francesa y especialmente durante el siglo XIX su función ha sido marcar el mapa político del mundo, en un esfuerzo de cada nación, identificada a través de un Estado, por ocupar y sostener un territorio determinado frente al poder militar de sus vecinos. Existió la creencia de que el espacio terrestre es fuente de riquezas para ser usufructuadas por la sociedad civil que lo ocupa y que le permite simultáneamente mantener un poder relativo.

En nuestra época, existe incertidumbre respecto a la función de los ejércitos. Por una parte, la superficie terrestre se encuentra virtualmente demarcada políticamente, existiendo sólo algunos pocos cientos de kilómetros cuadrados en disputa por no haber sido claramente delimitados. Por otra, el poder de la riqueza está en realidad representado por el capital, en su mayor parte de carácter privado, el cual, precisamente en ausencia de guerras, ha ido experimentado una acumulación verdaderamente gigantesca, se ha ido concentrando en pocos conglomerados financieros y se ha ido internacionalizando. Así, en la actualidad es poco clara la función de los Marines al invadir un país del Tercer mundo, pues ya no se puede hablar de capital yanqui amenazado, exceptuando cuando existen intereses económicos ligados especialmente a fuentes de energía cada vez más escasas. Finalmente, aquellos Estados que dependen de plantas atómicas para su demanda energética son particularmente vulnerables a ataques bélicos convencionales.

En la guerra se emplea la fuerza con violencia en grados que pueden llegar a no tener límite hasta no conseguir la sumisión del contrario. El citado Clausewitz, uno de los filósofos de la guerra desafortunadamente más influyentes, afirmaba que la finalidad de la guerra no es simplemente la derrota del enemigo, sino que la destrucción de sus fuerzas militares, la conquista de su territorio y el sometimiento de su voluntad. Así, este filósofo fue un profeta y hasta apologista de la guerra total. No reconoció que el objeto de la guerra debería ser la modificación o la eliminación de las causas que la provocan.

Fuerzas armadas.

Para la guerra se organizan estructuras de combate, que son las fuerzas armadas. Estas son extremadamente funcionales para el empleo del poder bélico al poseer estructuras de verticalidad de mando, no-deliberación de sus componentes y obediencia ciega, enorme poder, dedicación completa, grandes recursos, además de su inherente secreto, disimulación y engaño. Mientras que sus integrantes se sienten imbuidos de todas las virtudes que otorgan la valentía y la caballerosidad que otrora defendía viudas y huérfanos.

El objeto de una fuerza armada es primariamente disuadir al potencial adversario y vencerlo si se desencadena el conflicto. Como anotaba Julio César (100 adC – 44 adC) en su Guerra de las Galias, los efectos de una derrota suelen ser absolutamente desastrosos para la integridad de un pueblo, siendo la paz determinante para su estabilidad y permanencia. Una derrota debe ser evitada a toda costa. Por ello, la disuasión puede justificar estas estructuras bélicas dentro de una nación que persigue la paz. No obstante, la disuasión, como función política-militar perfectamente válida, trae involuntariamente de la mano la amenaza y el amedrentamiento; y una nación, o un grupo socio-político, se suele valer de esta otra función para lograr sus propios propósitos en desmedro de legítimos derechos de otro grupo, sin ninguna necesidad de recurrir a la guerra. También el grupo antagónico, al verse amenazado, aumenta su preocupación por la defensa, entrando ambos grupos en una espiral armamentista que consume preciados recursos.

En tanto estructura combativa, una fuerza armada debe ser más poderosa que su adversario para vencerlo en el combate, o al menos debe tener el suficiente poder para llegar a dañarlo severamente, de modo que éste piense dos veces antes de llegar al enfrentamiento. El poder proviene tanto de la superioridad numérica, la organización y la calidad de armamento como de una estrategia efectiva. La tecnología moderna tiene el efecto de acrecentar el valor de la estrategia. A menudo se piensa de manera conservadora y tradicionalista que una estrategia efectiva consiste en imitar servilmente las formas más perceptibles de aquellas fuerzas armadas vencedores, sin considerar que todo enfrentamiento es en gran medida inédito y no tiene modelos ni leyes, excepto la moral a toda prueba de sus soldados y el genio estratégico de sus conductores.

Es natural que un ejército se estructure siguiendo el modelo de aquél que ha tenido éxito en la guerra. Hasta 1870, el modelo era el ejército napoleónico que, entre otras características, se basaba en el reclutamiento nacional, lo que supone la idea de nación. Sin embargo, en la batalla de Sedán, el ejército de estilo napoleónico fue derrotado por el prusiano. Este había sido la creación de Federico Guillermo I Hohenzollern (1688-1740), el rey sargento, que lo había empleado para generar el Estado prusiano, y de paso había engendrado el militarismo alemán. La base de su ejército consistió no en la tradicional oficialidad que provenía de la nobleza, sino en profesionales formados en academias militares, quienes, solo por coincidencia, eran nobles. Además, Otto von Bismarck (1815-1898) implantó, a partir de 1862, el reclutamiento nacional obligatorio, incluso para tiempo de paz. Desde entonces, en la mayoría de los países las fuerzas armadas tendieron a estructurar establecimientos militares muy cohesionados, permanentes y gravitantes en los recursos nacionales.

No obstante, las fuerzas armadas han quedado muy separadas de la civilidad y muy ajenas de sus objetivos, como si fueran un Estado dentro del Estado, y con una subcultura impenetrable para los civiles, como lo fueron una vez los jenízaros en el Imperio turco. Por otra parte, los modelos más imitados por ellas constituían fuerzas armadas verdaderamente ofensivas, hechas para construir imperios, y no puramente defensivas y disuasivas, como el que un Estado pacífico necesita organizar.

Una fuerza armada es una estructura que tiende a ser autónoma del Estado en razón de su especial funcionalidad. En pos de constituir una eficiente maquinaria bélica, ella se separa del conjunto de la civilidad, la que es considerada con suspicacia y hasta como un adversario. También en pos de conferirle a su funcionalidad tan especial bases estables y duraderas, ella adopta estructuras que tienden a conservarla inmutable. Sin embargo, esta tendencia derrota su propio objetivo principal. Una guerra la ganan las fuerzas armadas más innovadoras, aquellas que consiguen crear estructuras para las que sus oponentes son vulnerables, y que están compuestas por ciudadanos decididos a defender su nación.

La guerra total.

Las fuerzas armadas son estructuras que han ido adquiriendo en el curso de la historia mayor eficiencia ofensiva y defensiva. Desde el surgimiento de las fuerzas armadas nacionales y a partir de la Revolución industrial las guerras han llegado a demandar el esfuerzo de toda una nación y a utilizar todos sus recursos. Todo lo perteneciente a una nación, exceptuando acaso y por convención los hospitales, ha llegado a ser considerado objetivo bélico. Aunque los civiles no son directamente combatientes, se estima que de alguna manera u otra contribuyen al esfuerzo bélico. El concepto de guerra total ha pasado a engrosar el vocabulario estratégico como algo natural y hasta inteligente. Arrasar vastas poblaciones civiles es parte de la estrategia militar y de lo éticamente aceptable. Se supone que destruye la moral bélica del enemigo.

Incluso, la destrucción del mundo es considerada por mentes políticas y militares como una posibilidad de un conflicto bélico que escale al uso de armas termonucleares. Algunos no vacilarían en apretar el botón de la destrucción total, o del holocausto nuclear, como se le llama, como tampoco se ha vacilado en fabricar y acumular decenas de miles de ojivas nucleares, cada una de las cuales es más poderosa que todos los explosivos usados en la última guerra mundial. La gigantesca fuerza disponible para usos bélicos, gracias a la tecnología moderna, hace de los ejércitos tan destructivos que, si fuera utilizada, acabaría con ellos mismos, además de todo aquello que intentan defender. Lamentablemente, esto es posible. La historia ha registrado una actitud semejante en la del rey de Epiro y Macedonia, Pirro, cuando combatió en auxilio de Siracusa contra los romanos, en 278 a. C. La lógica de la guerra, como otras muchas lógicas, sigue indefectiblemente su propio camino a partir de insensatas e inhumanas premisas que se aceptan sin crítica e irresponsablemente.

Conclusiones.

La guerra obedece, por tanto, a complejos motivos que pueden ser explicados por la estructuración y funcionalidad de los seres humanos y de las estructuras sociales y económicas que genera. Esto no significa que las guerras son irremediables y que existe un determinismo bélico. Un ser humano puede convivir pacíficamente con sus semejantes sin recurrir siquiera a insultos gracias a una estructuración ética y psicológica conveniente, donde existe equilibrio y sensatez. De la misma manera, una nación puede estructurarse social y políticamente según una justa intencionalidad de sus componentes, tanto dirigentes como dirigidos, de modo que el trato con sus vecinas sea de paz, cooperación y entendimiento. A pesar de ello, la historia humana muestra un sinnúmero de episodios bélicos, como si la guerra fuera parte de las relaciones internacionales normales. Ello es parcialmente verdadero, pues, por una parte, toda nación valora la seguridad, y para prevenir los riesgos y las acciones de amenaza por parte de naciones belicosas que están dispuestas a guerrear, una nación erige sistemas de defensa. Por la otra, no se puede ignorar la existencia de naciones verdaderamente belicosas, que hacen de la guerra su política internacional y parte de sus valores culturales y éticos más preciados, aunque todo ello se disfrace de buena voluntad e intenciones pacíficas y humanitarias, por ejemplo, los EE.UU. de N.A.

Observamos anteriormente que la actitud ofensiva hacia los miembros y grupos de nuestra propia especie es un rasgo netamente humano. Solamente la especie humana, de todas las especies animales, tiene la capacidad para planificar, proyectar y prever. La ofensa, en tanto medio elegido premeditadamente, es la agresividad empleada para la obtención de un fin preconcebido, aunque tal medida signifique destrucción, sufrimiento y muerte. Por ello no puede haber guerra justa, sólo existe el derecho a la defensa; la ofensa agresiva no es otra cosa que la codicia que no respeta los derechos ajenos.

He procurado en este ensayo no moralizar, sino que observar fríamente la realidad. Observándola, hemos inclinado nuestra cabeza ante los hechos, tratando, eso sí, de buscar explicaciones. Así, como conclusión, pienso que si el curso de la estructuración política en el ámbito internacional estuviera en la línea de la cooperación entre los Estados, estaríamos presenciando el ocaso de las fuerzas armadas nacionales. Una vez que han quedado determinados los territorios y fronteras de cada nación-Estado, proceso que ha tomado al menos un par de siglos, innumerables guerras e indecibles sufrimientos, y una vez que las soberanías territoriales reclamadas han sido respetadas por las otras naciones-Estados, la amenaza desaparece, surge el deseo de cooperación y desaparece la urgencia de la defensa territorial.

Sin embargo, no se puede ser tan ingenuo como para creer que si las fuerzas armadas nacionales quedaran obsoletas, quedaría asegurada la paz del milenio. Sin contabilizar la gigantesca fuerza codiciosa del capitalismo, otras fallas estructurales –Marx hablaría de contradicciones– surgirán, pues nuestro universo del espacio-tiempo es de cambio, transformación y estructuración, y nosotros, que perseguimos la supervivencia y la reproducción, la autorrealización y la trascendencia en un universo de recursos (cada vez más) limitados, estaremos frecuentemente más preocupados por nuestro propio interés individual y nacional que por el bien del conjunto de naciones. Una de esas fallas estructurales que probablemente llegue a manifestarse próximamente será el agotamiento de los hidrocarburos como el recurso energético que sostiene la actual civilización y su enorme población.


Este ensayo fue tomado del Libro IX - La forja del pueblo. http://forjapueblo.blogspot.com, Capítulo 5 - "Estructuraciones conflictivas", Sección 'La guerra'.

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